Un marinero, Luis Alejandro Velasco, después de caer al mar,
junto a otros marineros, muy cerca de Cartagena (Colombia) en el mar Caribe,
estuvo diez días a la deriva en una balsa. El relato de esos angustiosos días y
sus noches, es el tema de esta historia. Las circunstancias eran dudosas, ya
que el barco, un destructor de la armada, iba sobrecargado con mercancías de
contrabando, con lo que al caer al mar varios tripulantes, no consiguieron
maniobrar para rescatarlos, dándolos por muertos a todos y el único que alcanzó
la balsa de salvamento lanzada en su ayuda, fue nuestro hombre, después de ir
viendo, con sus propios ojos, cómo desaparecían sus compañeros, tragados por
las turbulentas aguas.
Y al retorno, consiguiendo recalar en una playa colombiana,
al borde de la muerte, el náufrago es considerado poco menos que un héroe
nacional, siempre ocultando la verdadera causa de su drama. Al desvelar Velasco
a Gabo y éste al público la tremenda realidad, Velasco cae de su ficticio
pedestal, es expulsado de la marina, y el escritor, clausurado el periódico
manu militari, ha de salir por piernas del país.
Pero sin embargo, al margen de las consecuencias de los
hechos reales, lo que ha quedado para el público lector es una historia que, a
pesar de ser verídica, parece ficticia o increíble, nos atrae y nos apasiona,
nos hace emocionarnos y sufrir con los esfuerzos, los pensamientos y la lucha
por la vida en medio del mar, rodeado de tiburones y sin agua ni comida, así
como lanzar un suspiro de tranquilidad cuando finalmente el cuerpo de Velasco
se desploma sobre la arena, vivo. No es una novela lo que tratamos aquí. Es un
relato periodístico, verídico, resultado de la conversación de Gabo con
Velasco. Se lee de una tirada y no se respira hasta haber conseguido pisar
tierra nuestro protagonista.
Los dos primeros capítulos narran los días previos a la
partida, la vida de los marineros en Mobile (USA), donde estaban reparando el
barco, perteneciente a la armada colombiana. Allí al parecer, el que más y el
que menos aprovechó para comprar “regalos” a sus familiares y amigos, con lo
que al comenzar la travesía, el barco iba con las cubiertas abarrotadas de
neveras, lavadoras, estufas y toda una galería de electrodomésticos que en
Colombia resultarían unas verdaderas joyas; estamos en febrero de 1955;
concretamente, el naufragio de Velasco se produjo la mañana del 28 de febrero.
Velasco nos habla de sus compañeros, las novias, las diversiones mientras
estaban en tierra, y lo que les impresionó ver la película “El motín del Caine”
justo antes de embarcarse. El protagonista nunca había vivido una tempestad en
el mar, al menos como la que sale en la película.
Durante toda la noche el mar estuvo muy alterado, no había
tormenta, pero sí una marejada muy fuerte y muchos estaban mareados y tuvieron
que subir a cubierta para despejarse un tanto. Ya de mañana, el barco comenzó a
escorarse, por la mala distribución de la carga de cubierta o sabe Dios por
qué, el caso es que los bandazos eran cada vez mas grandes y las olas
desmesuradas y de pronto nuestro marinero se encontró en el agua, a las 11.30
del mediodía.
Otros marineros también cayeron, sus amigos y compañeros,
con los que estaba charlando minutos antes. Los veía, los oía, mientras trataba
de alcanzar una de las dos balsas que del barco les habían echado. Una vez en
la balsa, trató de aupar a sus amigos, pero el mar estaba tan terriblemente
agitado que no lo consiguió, y sus voces se fueron apagando, desapareciendo sus
cabezas de su vista, lo que le produjo una tremenda desazón e inquietud. Pero
consideraba que el barco volvería a rescatarle, y no se preocupó demasiado,
incluso pensó que alguno de sus compañeros habría alcanzado la segunda balsa.
Esto no ocurrió, y Velasco pasó dos días y dos noches en estado de alta
tensión, sin dormir, tratando de estar alerta para cuando vinieran a por
él….pero no vino nadie. Pasaron un par de aviones, que no le vieron, por más
señas que les hizo. Era increíble: no comprendía por qué no acudían en su
ayuda.
Cuando comprende de que está solo y abandonado, Velasco
queda aterrorizado. Hasta entonces, la tensión de la vigilancia, le ha hecho
olvidar que en dos días no había comido ni bebido, salvo algún sorbo de agua
del mar, y tampoco había podido dormir. Empieza a tener alucinaciones, por las
noches ve sentado en su barca a uno de sus compañeros, e incluso habla con él.
Después, llegan los tiburones. Al parecer llegaban alrededor de las cinco
(nuestro hombre había podido conservar un magnífico reloj que puntualmente le
informaba de la hora) y se iban al anochecer. Pero todos los días la balsa pasa
unas horas rodeada de tiburones. No es necesario abundar en el estado de ánimo
del náufrago, despavorido y sin osar a moverse apenas.
Van pasando los días y la moral de nuestro hombre va
decayendo, aunque los terribles apremios del hambre le llevan a intentar
conseguir algo para comer: en un momento determinado consigue atrapar una
gaviota que se ha posado en la balsa, pero ¿cómo comérsela? Con asco y
repugnancia, le retuerce el cuello pero no es capaz de quitarle las plumas y se
le deshace entre las manos una masa sanguinolenta, cuyo olor enfurece al
séquito de peces y lo que es peor, a los tiburones. Finalmente, incapaz de
probar aquello, lo tira al agua y se produce un festín entre la población
acuática.
En otro momento, tratando de pescar alguno de los múltiples
que le acompañan en su desplazamiento, un gran pez salta dentro de la balsa, un
enorme pez verde con grandes escamas, y al que mata a golpes de remo, pero
luego no puede abrirlo: no tiene ningún objeto punzante, sólo sus manos,
desgarradas, y después de una desesperada lucha, consigue arrancarle un par de
pedacitos de repugnante carne palpitante, que por su efecto, le sacian la sed
al momento. Pero no puede sacar más, e intenta golpearlo contra la borda: los
tiburones se lo quitan de las manos, y afortunado que aún las conserva. ¿Qué
puede hacer? La sed y el hambre lo torturan despiadadamente, llega a masticar
unas tarjetas de cartón que llevaba en el pantalón, produciéndole cierta
tranquilidad, al generar saliva. Trata de masticar su cinturón, intenta quitar
la suela de sus zapatos, como si de Chaplin, en La quimera del oro, se tratara.
Siguen pasando los días y el sol le tiene lleno de ampollas
y magullado, y el frío nocturno le impide descansar, sólo piensa en cómo
sobrevivir, no sabe hacia dónde se va desplazando, aunque nota el
desplazamiento de la barca.
Una noche hay una tremenda marejada y la balsa da unas
vueltas de campana y cae al mar. Prodigiosamente consigue volver a subir a la
balsa, y decide atarse al enjaretado, pero vuelve a volcar y queda bajo el
agua, con lo que ha de desatarse a toda prisa para poder salir y respirar.
Todas estas situaciones van quebrantando su espíritu, y llega un momento en que
se deja caer en el fondo de la balsa, decidido a morir.
Pero empiezan a llegar muchas gaviotas, y el agua comienza a
cambiar de color…y finalmente llega a ver tierra, que al principio considera
otra alucinación. Y ha de lanzarse y alcanzarla nadando, porque unos
rompientes, adonde la balsa se dirige, le hubieran destrozado de seguir en
ella. Imaginad en el estado lastimoso en que se encontraba, tener que nadar dos
kilómetros aproximadamente y casi no poder salir del agua por la fuerte marea y
oleaje. Finalmente queda postrado en la arena, casi inconsciente, y allí le
encuentran unos campesinos, que le recogen y comienza su nueva vida. Porque
realmente es como si volviera a vivir, de nuevo.
¿Qué le mantuvo vivo? ¿Cómo, sin tener ni comida ni agua,
habiendo visto a sus compañeros desaparecer, viendo que nadie iba a rescatarle,
cómo pudo mantenerse? Al principio, la esperanza, la racionalidad que le hacía
suponer su pronto rescate le hacían mantenerse alerta; en otros momentos, el
dolor físico era lo que le reavivaba, una herida en la rodilla y las
magulladuras y quemaduras del sol por todo el cuerpo, que le dolían a rabiar y
le despertaban de su letargo. En otras, el miedo: el pánico a caer al mar, a
los tiburones, a ser devorado; en otros, el frío que le hacía moverse y tratar
de reaccionar, y siempre, hasta casi los últimos días, en los que ya creía
morir y casi lo deseaba, la idea, la fuerte creencia de que tenía que llegar a
alguna parte, que la tierra no podía estar lejos. De hecho, el barco del que
cayó se hallaba a sólo dos horas de Cartagena de indias en el momento de la
desgracia.
Finalmente el náufrago llegó a su casa en olor de multitud,
la multitud que le había dado por muerto y que ahora le saludaba como a un
héroe. Las empresas publicitarias le pagaban para que firmase anuncios sobre
relojes, sobre zapatos, todos los periódicos querían entrevistas, pero las
autoridades le mantuvieron mucho tiempo en cuarentena, sin poder comunicarse y
así poder lanzar al aire versiones políticamente correctas de lo sucedido. Y
cuando decidió contar la verdadera versión, su versión, a un oscuro reportero
llamado Gabriel García Márquez, de El Espectador, de Bogotá, la bomba explotó:
el periódico fue clausurado, a Velasco le echaron de la Marina, y hubo de
sumirse en la ignominia -como si él fuera el culpable de su desgracia- y
desaparecer del ojo público, como un apestado, así como la mano que puso sobre
el papel la historia: un joven reportero que con el tiempo ganó el Nobel de
Literatura.